sábado, 19 de noviembre de 2011

Tiempo perdido.

Tengo frío... Llevo días afectada por la fiebre, y paso del calor ardiente a la temblequera en cuestión de minutos. Ya son siete días aquí encerrada, una larga semana, sintiéndome frustrada y enfadada con la vida, como cada vez que me atacan estas enfermedades que me atan al sofá -bendito sofá, que vales cada euro que pagué por ti- porque ninguna de ellas es ni mínimamente grave, y sin embargo, me roban mi esencia, mi optimismo, mi alegría, y lo que es más importante, me arrebatan un tiempo que siento más perdido que nunca.

Teóricamente, pasar unos días tumbada debería ser una idea idílica... Lectura, películas pendientes, reorganizar el armario, cualquiera de esas actividades que un día normal te gustaría dedicarle horas, de pronto se han convertido en tareas tediosas que tan sólo incrementan el dolor de cabeza que ya venía de serie con la afección de turno (amigdalitis, en este caso) y te abandonas al desasosiego de la enfermedad y de la fiebre.

La fiebre me regala algo de lo que no disfruto nunca, horas de sueño interminables. Duermo de forma constante durante al menos un par de días. Entreabro los ojos, y vuelvo a sumergirme en un sueño que lejos de ser reparador, me provoca sueños inquietantes y tensión... Pero abro un poquito los ojos y los vuelvo a cerrar, porque la dichosa calentura me hace desear no despertar nunca.

Pienso mal, pienso feo, pienso triste, cuando me ata la fiebre. Pierdo toda la lucidez, me asaltan los recuerdos nostálgicos, odio todo lo aborrecible en mi vida, saco punta a cada pequeña miseria que me rodea, pierdo el coraje, el orgullo, la seguridad. Me siento débil, voluble, pequeña, desgraciada... No quiero llamadas, ni visitas, no quiero vida, no quiero nada. Y cierro de nuevo los ojos, porque prefiero dormir...

Y sin más, porque la amigdalitis no es lo que el destino marca como mi final, esa maligna fiebre se convierte en apenas unas décimas, y mi mente recupera la personal lucidez en la que suele moverse, y veo una ligera luz al final del túnel y siento que la voz vuelve a mí. Llega el momento de leer, de ver esas películas pendientes y de olvidar unos días en los que sentí que sin salud, no hay forma de ser positivo ante nada. Porque claro, considerando las fechas a las que nos acercamos, no hay nada más típico y más apropiado que decir aquello de “lo importante es la salud”…

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Aviones de papel.

En días como hoy, no hay muchas más opciones que ver el mundo oscuro y gris... Bendita lluvia, tan necesaria para la vida como molesta para nuestras rutinas y, muchas veces, un obstáculo para el optimismo. La falta de luz me condiciona, como supongo que le ocurre a muchas personas, y me repliego un tanto sobre mí misma esperando con ansia que el rey Sol regrese cuanto antes para regalarme algo de energía.

Hay otros días, sin embargo, en los que brillando un sol espléndido, uno se siente como uno de esos pequeños personajes animados, a los que persigue persistentemente una pequeña nube negra y lluviosa. Miras a tu alrededor, y sólamente ves sonrisas y rostros bañados por el sol, mientras que por el tuyo resbalan las gotas, ya no sabes bien si por los efectos de la lluvia o por tus propias lágrimas... La realidad no suele corresponder con ninguna de esas dos percepciones; ni eres la única persona salpicada por la lluvia de la tristeza, ni el resto del mundo sonríe mientras tú lloras.

Una de esas pequeñas nubes se instaló sobre mí el otro día. Cuando entreabrí el ojo derecho por la mañana ya estaba ahí, amenazante, junto a la lámpara de mi cuarto, tan intimidante que me costó aún más esfuerzo del habitual salir de la seguridad y el calor que siempre me ofrece mi cama. Intenté ignorarla, pero me acompañó durante toda la mañana y parte de la tarde. Cuando ya había asumido la situación y la humedad comenzaba a calarme el alma, una niña me preguntó,

- "?Sabes hacer aviones de papel?
-"Sí", aseguré sin sentir ninguna duda.
-"¿Me haces uno?, me pidió, mientras sus ojos se iluminaban.
-"Por supuesto..."

Y me lancé a hacer dobleces a aquel papel, dándome cuenta de que hacía al menos 20 años que no me daba por el arte de la papiroflexia, intentando no decepcionar a aquella niña que me miraba con ojos expectantes. Y me olvidé de la nube con manía persecutoria. Con cada pliegue, y la alegría de la peque observándome, la nube se alejaba un poquito más. Después de un avión, vino otro, y otro más. Recordé todos los tipos de aviones que alguien me había enseñado a hacer en algún momento de mi vida, y la niña hacía también los suyos, imitándome con cuidado. Llenamos la mesa de pequeños aviones, muchos de los cuales ni siquiera fuimos capaces de hacer volar. La nube se había ido. La ahuyentó la ilusión de una niña de 9 años por un avión de papel.

Qué hermoso sería recuperar la ilusión de la infancia, esos momentos en que las más absurdas concesiones y situaciones nos hacían tan felices que nada más en el mundo nos importaba. Cierto es que las preocupaciones van apareciendo al dejar atrás la niñez, pero es una lástima que al mismo tiempo perdamos la capacidad de abstraernos y relativizar los malos tiempos... Las nubes negras no van a desaparecer, ni hoy ni nunca, pero quizá podríamos ser capaces de fabricar a días, a ratos, pequeños aviones de papel con nuestra ilusión, y quizá, tal vez, si los lanzáramos contra ellas, conseguiríamos hacer algún agujerito por el que se filtraran los rayos de sol...