Cuando se vive en una ciudad de tamaño moderado, como es Valladolid, hay personas que llegan a formar una pequeña parte de tu vida, incluso sin saber su nombre, sus circunstancias o no habiéndoles dirigido ni una simple palabra.
Hace tiempo que echo en falta a mi lector, un anciano entrañable cuyo camino se cruzaba con el mío constantemente. Durante años lo vi pasear despacio, con las manos cruzadas tras la espalda, una postura que siempre me ha resultado tierna y familliar. Cojeaba levemente y caminaba erguido y despacio, nunca supe si por necesidad o porque se recreaba en el paseo. Llamó mi atención porque en una de sus manos siempre llevaba un libro. Yo caminaba tras él, lo suficientemente cerca para poder leer el título, y comprobaba que era un ávido lector, como yo, de los que no son especialmente selectivos y devoran casi cualquier libro que cae en sus manos.
Lo veía siempre en las cercanías del Campo Grande, e incluso alguna vez lo encontré sentado en uno de sus bancos, con su libro como única compañía. Nunca lo vi hablar con nadie. Me preguntaba si estaría casado, si tendría hijos. o nietos.. Me imaginaba, quizá por verlo siempre en soledad, que era viudo, que había perdido a la compañera de su vida, y que en el último tramo de existencia, se sentía, quizá, un tanto triste y solo, y que la lectura era lo que llenaba su tiempo, y me sentía muy identificada con él, porque no me cuesta imaginarme como una anciana que nunca perderá el hábito de la lectura.
Lo fui viendo envejecer. El ritmo de su paso disminuía y ya no caminaba tan erguido. De pronto, el otoño pasado, desapareció. Tardé meses en percibir su ausencia, porque el invierno ha sido tan frío y tan gris, que la idea de leer en la calle era prácticamente un riesgo para la salud, sobre todo de una persona mayor. Creí que con la llegada de la primavera abandonaría el calor de su hogar y retomaría su rutina, pero la realidad es que no ha llegado a suceder.
Muchas veces pensé que sería una bonita idea sentarme a su lado, hacerle algún comentario sobre el libro que leía, o simplemente decirle "Qué buen día hace...", pero, desafortunadamente, no lo hice. Ahora pienso que es muy probable que no vuelva a tener oportunidad de hacerlo, y lo lamento muchísimo, porque durante un largo tiempo se convirtió en un personaje que, aún sin nombre, era especial para mí, y seguramente a él le hubiera gustado saber que tan sólo el hecho de verlo me provocaba una pequeña alegría.
MAYA.
Hace tiempo que echo en falta a mi lector, un anciano entrañable cuyo camino se cruzaba con el mío constantemente. Durante años lo vi pasear despacio, con las manos cruzadas tras la espalda, una postura que siempre me ha resultado tierna y familliar. Cojeaba levemente y caminaba erguido y despacio, nunca supe si por necesidad o porque se recreaba en el paseo. Llamó mi atención porque en una de sus manos siempre llevaba un libro. Yo caminaba tras él, lo suficientemente cerca para poder leer el título, y comprobaba que era un ávido lector, como yo, de los que no son especialmente selectivos y devoran casi cualquier libro que cae en sus manos.
Lo veía siempre en las cercanías del Campo Grande, e incluso alguna vez lo encontré sentado en uno de sus bancos, con su libro como única compañía. Nunca lo vi hablar con nadie. Me preguntaba si estaría casado, si tendría hijos. o nietos.. Me imaginaba, quizá por verlo siempre en soledad, que era viudo, que había perdido a la compañera de su vida, y que en el último tramo de existencia, se sentía, quizá, un tanto triste y solo, y que la lectura era lo que llenaba su tiempo, y me sentía muy identificada con él, porque no me cuesta imaginarme como una anciana que nunca perderá el hábito de la lectura.
Lo fui viendo envejecer. El ritmo de su paso disminuía y ya no caminaba tan erguido. De pronto, el otoño pasado, desapareció. Tardé meses en percibir su ausencia, porque el invierno ha sido tan frío y tan gris, que la idea de leer en la calle era prácticamente un riesgo para la salud, sobre todo de una persona mayor. Creí que con la llegada de la primavera abandonaría el calor de su hogar y retomaría su rutina, pero la realidad es que no ha llegado a suceder.
Muchas veces pensé que sería una bonita idea sentarme a su lado, hacerle algún comentario sobre el libro que leía, o simplemente decirle "Qué buen día hace...", pero, desafortunadamente, no lo hice. Ahora pienso que es muy probable que no vuelva a tener oportunidad de hacerlo, y lo lamento muchísimo, porque durante un largo tiempo se convirtió en un personaje que, aún sin nombre, era especial para mí, y seguramente a él le hubiera gustado saber que tan sólo el hecho de verlo me provocaba una pequeña alegría.
MAYA.