domingo, 24 de abril de 2016

AHORA O NUNCA

          Miraba la pantalla de su móvil, impaciente. Simulaba navegar por internet, o mantener una conversación por whatsapp, pero en realidad tan sólo estaba pendiente de la hora. 14.16. En un par de minutos estaría allí, tres, a lo sumo, pero todos sabemos que hay minutos mucho más largos que otros… Desde hace tres semanas, 19 días, ciñéndose al calendario, se sentaba en el mismo banco esperando su llegada. No, no era cierto. El primer día, aquel viernes que marcó el principio de todo, estaba sentado dos bancos a la derecha, exactamente frente al árbol bajo el que ella se situó. Cuando, al lunes siguiente, se dirigió al parque con la esperanza de que volviera a aparecer, le pareció que sería mejor observarla desde una posición más discreta, y se desplazó un par de bancos.

          Había llegado, aquel primer día, como lo había hecho todos los posteriores – excepto aquel en que cayó una tromba de agua, y a pesar de todo él decidió no faltar a la cita implícita, por si acaso – caminando sin prisa, escuchando música a través de unos cascos escondidos entre su pelo rubio, y leyendo a la vez. Llevaba un bolso de enormes proporciones del que sacó, cual Mary Poppins, una gigantesca manta de colores que colocó bajo un árbol, dejando tan sólo una mitad bajo la sombra de su copa, y como cada día, se sentó dejando al sol sus piernas después de haber descalzado sus pies. Pasó allí unos cuarenta minutos, durante los cuales comió un par de sándwiches, que en días posteriores fueron alternados con ensaladas, piezas de fruta y algún que otro donuts, y leyó sin quitarse los cascos, para finalmente calzarse, devolver al bolso la manta, y deshacer sus pasos caminando por donde había llegado.

                Era guapa, pero no con ese tipo de belleza que hace que un hombre se gire. No había voluptuosidad ni escándalo en sus formas, ni una forma de vestir llamativa, ni apenas maquillaje. Pero sí, era guapa. Tenía una bonita sonrisa, una mirada divertida y luminosa y un pelo muy brillante. Definitivamente, era guapa.

               Él no se consideraba una persona solitaria, y sin embargo disfrutaba de la soledad. No llevaba más de un par de meses trabajando en aquella oficina y apenas había contado nada de sí mismo. Le costaba esquivar las preguntas a la hora de comida, en la sala común, y por eso tomó la decisión de empezar a comer fuera cuando el tiempo empezó a ser agradablemente soleado. Tenía una hora para comer y ese primer día comprobó que el paseo hasta el parque no eran más de 10 minutos. La chica de los cascos apareció durante su quinto día allí.

             No estaba muy seguro de qué le llamaba tanto la atención de ella. Aquel viernes, al verla llegar, le divirtió, sobre todo, la parafernalia de montaje bajo el árbol. Dejó el libro a su lado mientras comía y retomó la lectura al acabar, tumbándose por completo sobre la manta. Tenía un tatuaje en el tobillo derecho, pero no alcanzó a ver de qué se trataba. Unos días después, al pasar junto a él, pudo comprobar que se trataba de un sol.

             Parecía tan cómoda en su soledad como él. Le encantaban las personas independientes, y sobre todo, le gustaba pensar que, al menos, ya existía algo que tenían en común: la pasión por la lectura. A diferencia de él, que ya no concebía su vida sin la Tablet, guardián de todas sus filias, ella seguía fiel al papel. Había visto como cambiaba de libro cada dos o tres días, lo que le hacía suponer que era ávida lectora, como él, y aunque no siempre era capaz de adivinar el título, le parecía, por las portadas, que variaba de registro en cada lectura. El día anterior llevaba consigo “Sarna con gusto”, y él no pudo por menos que considerarlo una señal, ya que era una de sus más recientes y disfrutadas novelas. Era la excusa perfecta, aún extremadamente manida, para acercarse a ella. Tenía el presentimiento de que empezar una conversación era lo único que necesitaba, que ella sentiría la conexión, sin más, como la había sentido él. De hecho, tenía la sensación de que él también era observado, de que sus miradas no se habían cruzado más de una vez por azar.  Fuera como fuese, el día había llegado. Era ahora o nunca. Nada que perder, sino un banco en el parque, si fracasaba en su intento.

          Observó cómo extendía su manta un día más, y se descalzaba sentándose sobre ella. Decidió esperar a que acabara con su, ese día, ensalada de fruta, y retomara su libro, que afortunadamente, aún no había terminado de leer, antes de acercarse. Él no había llevado nada que comer. Cuando estaba nervioso la comida no le sentaba bien, y no quería correr riesgos. Le sudaban las manos. Tenía preparado en su Tablet el archivo del libro, para que ella pudiera comprobar que, de verdad, él también lo había leído, y esperaba, tenso, el momento de moverse. Finalmente, ella comenzó a recoger el tupper y los cubiertos, limpiándose las manos antes de coger el libro y él se levantó para recorrer los, más o menos, 50 metros, que le separaban de ella. A mitad de camino se dio cuenta de que, campo a través, se aproximaba un chico que se arrodilló tras ella y, quitándole el auricular del oído derecho, le susurró unas palabras al oído. No pudo oír lo que él decía, pero estaba lo suficientemente cerca para leer los labios de ella, que, sonriendo le dijo “Eres muy tonto, pero te quiero…”.Y se echó a reír… Cuando se alejó, se dio cuenta de que, aquel día, no llevaba su bolso habitual, sino una mochila idéntica a la suya…

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                Comenzó a ir a comer al parque el año anterior. No le daba tiempo  a llegar a casa y volver, y su sueldo no le permitía hacerlo en restaurantes, a no ser que fuesen de comida rápida, así que le pareció la mejor opción. Resultó ser una gran idea, y aprovechaba ese tiempo para intentar dorar un poco la palidez de sus piernas, además de continuar con la lectura de cual fuera la novela que tuviera entre manos en aquel momento.

              Se percató de que aquel chico no perdía detalle de lo que hacía el primer día que coincidieron. No es que fuera muy disimulado, tampoco, pero lo cierto es que a ella no le importó demasiado. Parecía inofensivo, aunque, sólo con un vistazo, nunca se sabe. Al día siguiente él había cambiado de banco cuando ella llegó, y le pareció que sería más fácil intercambiar miradas a escondidas.

               No era exactamente guapo, en realidad. Tenía unos ojos muy bonitos, eso sí, y llevaba el pelo más largo por delante, así que, si corría algo de viento, le caía sobre la frente y hacía un gesto muy gracioso soplándolo para quitárselo de encima. Tenía aspecto de buena persona. No habría sabido decir por qué, pero lo tenía, y llevaba siempre su Tablet con él, así que suponía que leía, ya que no llevaba cascos, y no hubiera tenido sentido, sin ellos, ver alguna serie u oír música.

               No le incomodaba su mirada. Le parecía más curiosa que intimidante, como si estuviera intentado conocerla sólo mirándola. Se convirtió en una persona familiar con el paso de los días, y le parecía que hasta le sonreía cuando al llegar, pasaba junto a su banco.

           Cuando llegó aquel día, él no estaba comiendo, lo que le resultó curioso, pues siempre sucedía de ese modo. Quizá había llegado antes que otras veces… Desdobló su manta y se dispuso a comer su ensalada de fruta. Qué feliz le hacían momentos tan tontos como ese… Concentraba, como estaba, mientras recogía sus cosas, no se dio cuenta de que él se levantaba. Justo en ese instante, alguien se le acercó por detrás, y, quitándole el auricular de la oreja le susurró:

-           -¿Hoy es el día en que te lanzas a hablar con tu amor del parque, compi de despacho?
-        - Eres muy tonto pero te quiero… Jajaja. Sí, ayer me di cuenta de que tenemos la misma mochila y la he traído para tener una excusa con la que acercarme a él…


        Cuando dirigió la mirada hacia el banco vio que ya no se encontraba allí. Lo vio alejándose hacia la salida del parque. Nunca más volvió a verlo. Nunca supo por qué.


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Para Carlos, que opina (equivocadamente) que escribo mejor que nadie. Para Mon, que no deja de insistir para que siga escribiendo, "porque todo lo mío es publicable". Para todos los que me leéis, porque, de verdad, me hacéis sentir mucho orgullo. Un primer relato, para mi, es un gran paso.

sábado, 16 de abril de 2016

El corazón del barrio

        Casi todos los edificios de mi calle han sido rehabilitados a lo largo de los años. Son construcciones bonitas y armónicas, con pequeños balcones de forja y no más de cuatro alturas. Sin embargo, a tan sólo unos metros de mi casa, justo a la vuelta de la esquina, sobrevive un edificio sin reformar. En su bajo, hay un taller de zapatería, uno de esos diminutos locales que huelen a cuero y a cola de pegar, y en los que se amontona calzado al que poner tapas, medias suelas y otro sinfín de pequeñas reparaciones que prolongan su vida. Apenas quedan talleres así, y mucho menos en el centro de la ciudad, pero éste ha sobrevivido y tiene una amplia y fiel clientela.

        El zapatero es un hombre anciano, octogenario, probablemente, y al que le falta la pierna derecha. Supongo que, ya en su madurez, decidió que no merecía la pena intentarlo con las prótesis, y lleva, a la antigua usanza, la pernera derecha del pantalón cosida justo por debajo del muñón. Los años le pesan, y las muletas que, seguramente en otro tiempo eran un apéndice más de su cuerpo, ahora lo mueven de forma lenta y torpe… Sin embargo, sentado en su pequeño taller, es un auténtico mago. Las reparaciones más inverosímiles tienen lugar entre sus manos, y por un precio tan pasado de moda como su negocio.

    A su lado, siempre, su esposa (su amante, su amiga…), una mujer amabilísima con sonrisa perenne, una abuela de cuento, de pelo corto ensortijado y gafas enormes de gruesos cristales. Casi siempre está de pie, en medio del pequeñísimo espacio que queda libre entre su marido y las estanterías donde se apilan los encargos pendientes. Apenas queda hueco para un cliente y por ello, al entrar, yo suelo tener la sensación de que invado su privacidad. La sonrisa de esa entrañable mujer hace que esa sensación desaparezca de inmediato.

       Ella es, además de su eterna acompañante, su chófer. Conduce un pequeño Citroen Saxo, del que emergen los dos con cierta dificultad por su corpulencia. Si alguna vez veo otro coche en la plaza para discapacitados que suelen ocupar, me ofende, porque siento que les han quitado su sitio, apenas a unos metros de su negocio.

      Todo en ellos me provoca ternura. Los imagino juntos, así, como ahora, desde hace más de 50 años, sin saber si están siquiera casados. Los imagino rodeados de hijos y nietos, ignorante de su vida más allá de la zapatería. Los imagino felices, porque es lo que transmiten tras el cristal de la vieja puerta del taller. A veces freno mis pasos un poco antes de llegar al local y los observo un momento sin que me vean, y pienso que, aún convencida de que la felicidad no tiene por qué llegar de la mano de una pareja, debe de ser hermoso compartir todos tus recuerdos con alguien, llegar al ocaso de tu vida de la mano de la misma persona que la ha sostenido siempre… Pienso que llevar ese pequeño negocio les sigue dando vida y deseo, a pesar de lo improbable, que sigan pudiendo hacerlo durante mucho tiempo. En una ciudad en la que, como en todas, las grandes superficies arañan clientes al comercio convencional por sus horarios y competitividad, quiero pensar que los auténticos corazones de los barrios, son locales como éste, porque sus dueños tienen allí su corazón...

      La semana pasada uno de mis alumnos me contó que había visto una ambulancia bloqueando la calle, justo a la puerta del taller. Pasé  por la puerta un rato después y vi el Saxo aparcado de cualquier manera un poco más adelante. Desde entonces, la verja está cerrada. No sé cuál de los dos enfermó, no sé qué ha pasado, pero cada día, al girar la esquina, contengo un segundo la respiración esperando que, quizá, hayan vuelto… No quiero perder la esperanza… Los grandes amores pueden con todo. Quiero que el corazón de mi barrio siga latiendo.


MAYA.