Miraba la pantalla de su móvil, impaciente. Simulaba navegar
por internet, o mantener una conversación por whatsapp, pero en realidad tan
sólo estaba pendiente de la hora. 14.16. En un par de minutos estaría allí,
tres, a lo sumo, pero todos sabemos que hay minutos mucho más largos que otros… Desde hace tres semanas, 19 días, ciñéndose al calendario,
se sentaba en el mismo banco esperando su llegada. No, no era cierto. El primer
día, aquel viernes que marcó el principio de todo, estaba sentado dos bancos a
la derecha, exactamente frente al árbol bajo el que ella se situó. Cuando, al
lunes siguiente, se dirigió al parque con la esperanza de que volviera a
aparecer, le pareció que sería mejor observarla desde una posición más
discreta, y se desplazó un par de bancos.
Había llegado, aquel primer día, como lo había hecho todos
los posteriores – excepto aquel en que cayó una tromba de agua, y a pesar de
todo él decidió no faltar a la cita implícita, por si acaso – caminando sin
prisa, escuchando música a través de unos cascos escondidos entre su pelo
rubio, y leyendo a la vez. Llevaba un bolso de enormes proporciones del que sacó,
cual Mary Poppins, una gigantesca manta de colores que colocó bajo un árbol, dejando tan
sólo una mitad bajo la sombra de su copa, y como cada día, se sentó dejando al
sol sus piernas después de haber descalzado sus pies. Pasó allí unos cuarenta
minutos, durante los cuales comió un par de sándwiches, que en días posteriores
fueron alternados con ensaladas, piezas de fruta y algún que otro donuts, y
leyó sin quitarse los cascos, para finalmente calzarse, devolver al bolso la
manta, y deshacer sus pasos caminando por donde había llegado.
Era guapa, pero no con ese tipo de belleza que hace que un
hombre se gire. No había voluptuosidad ni escándalo en sus formas, ni una forma
de vestir llamativa, ni apenas maquillaje. Pero sí, era guapa. Tenía una bonita
sonrisa, una mirada divertida y luminosa y un pelo muy brillante.
Definitivamente, era guapa.
Él no se consideraba una persona solitaria, y sin embargo
disfrutaba de la soledad. No llevaba más de un par de meses trabajando en
aquella oficina y apenas había contado nada de sí mismo. Le costaba esquivar
las preguntas a la hora de comida, en la sala común, y por eso tomó la decisión
de empezar a comer fuera cuando el tiempo empezó a ser agradablemente soleado.
Tenía una hora para comer y ese primer día comprobó que el paseo hasta el
parque no eran más de 10 minutos. La chica de los cascos apareció durante su
quinto día allí.
No estaba muy seguro de qué le llamaba tanto la atención de
ella. Aquel viernes, al verla llegar, le divirtió, sobre todo, la parafernalia
de montaje bajo el árbol. Dejó el libro a su lado mientras comía y retomó la
lectura al acabar, tumbándose por completo sobre la manta. Tenía un tatuaje en
el tobillo derecho, pero no alcanzó a ver de qué se trataba. Unos días
después, al pasar junto a él, pudo comprobar que se trataba de un sol.
Parecía tan cómoda en su soledad como él. Le encantaban las
personas independientes, y sobre todo, le gustaba pensar que, al menos, ya existía
algo que tenían en común: la pasión por la lectura. A diferencia de él, que ya
no concebía su vida sin la Tablet, guardián de todas sus filias, ella seguía
fiel al papel. Había visto como cambiaba de libro cada dos o tres días, lo que
le hacía suponer que era ávida lectora, como él, y aunque no siempre era capaz
de adivinar el título, le parecía, por las portadas, que variaba de registro en
cada lectura. El día anterior llevaba consigo “Sarna con gusto”, y él no pudo
por menos que considerarlo una señal, ya que era una de sus más recientes y
disfrutadas novelas. Era la excusa perfecta, aún extremadamente manida, para acercarse a
ella. Tenía el presentimiento de que empezar una conversación era lo único que
necesitaba, que ella sentiría la conexión, sin más, como la había sentido él.
De hecho, tenía la sensación de que él también era observado, de que sus
miradas no se habían cruzado más de una vez por azar. Fuera como fuese, el día había llegado. Era
ahora o nunca. Nada que perder, sino un banco en el parque, si fracasaba en su
intento.
Observó cómo extendía su manta un día más, y se descalzaba
sentándose sobre ella. Decidió esperar a que acabara con su, ese día, ensalada
de fruta, y retomara su libro, que afortunadamente, aún no había terminado de
leer, antes de acercarse. Él no había llevado nada que comer. Cuando estaba
nervioso la comida no le sentaba bien, y no quería correr riesgos. Le sudaban
las manos. Tenía preparado en su Tablet el archivo del libro, para que ella
pudiera comprobar que, de verdad, él también lo había leído, y esperaba, tenso, el momento de moverse. Finalmente, ella comenzó a recoger el tupper y los cubiertos,
limpiándose las manos antes de coger el libro y él se levantó para recorrer
los, más o menos, 50 metros, que le separaban de ella. A mitad de camino se dio
cuenta de que, campo a través, se aproximaba un chico que se arrodilló tras
ella y, quitándole el auricular del oído derecho, le susurró unas palabras al
oído. No pudo oír lo que él decía, pero estaba lo suficientemente cerca para
leer los labios de ella, que, sonriendo le dijo “Eres muy tonto, pero te
quiero…”.Y se echó a reír… Cuando se alejó, se dio cuenta de que, aquel día, no
llevaba su bolso habitual, sino una mochila idéntica a la suya…
Comenzó a ir a comer al parque el año anterior. No le daba
tiempo a llegar a casa y volver, y su sueldo no le permitía hacerlo en restaurantes,
a no ser que fuesen de comida rápida, así que le pareció la mejor opción.
Resultó ser una gran idea, y aprovechaba ese tiempo para intentar dorar un poco
la palidez de sus piernas, además de continuar con la lectura de cual fuera la
novela que tuviera entre manos en aquel momento.
Se percató de que aquel chico no perdía detalle de lo que hacía el primer día que coincidieron. No es que fuera muy disimulado,
tampoco, pero lo cierto es que a ella no le importó demasiado. Parecía
inofensivo, aunque, sólo con un vistazo, nunca se sabe. Al día siguiente él
había cambiado de banco cuando ella llegó, y le pareció que sería más fácil
intercambiar miradas a escondidas.
No era exactamente guapo, en realidad. Tenía unos ojos muy
bonitos, eso sí, y llevaba el pelo más largo por delante, así que, si corría
algo de viento, le caía sobre la frente y hacía un gesto muy gracioso
soplándolo para quitárselo de encima. Tenía aspecto de buena persona. No habría
sabido decir por qué, pero lo tenía, y llevaba siempre su Tablet con él, así
que suponía que leía, ya que no llevaba cascos, y no hubiera tenido sentido,
sin ellos, ver alguna serie u oír música.
No le incomodaba su mirada. Le parecía más curiosa que
intimidante, como si estuviera intentado conocerla sólo mirándola. Se convirtió
en una persona familiar con el paso de los días, y le parecía que hasta le
sonreía cuando al llegar, pasaba junto a su banco.
Cuando llegó aquel día, él no estaba comiendo, lo que le
resultó curioso, pues siempre sucedía de ese modo. Quizá había llegado antes
que otras veces… Desdobló su manta y se dispuso a comer su ensalada de fruta.
Qué feliz le hacían momentos tan tontos como ese… Concentraba, como estaba,
mientras recogía sus cosas, no se dio cuenta de que él se levantaba. Justo en
ese instante, alguien se le acercó por detrás, y, quitándole el auricular de la oreja le susurró:
- -¿Hoy es el día en que te lanzas a hablar con tu
amor del parque, compi de despacho?
- - Eres muy tonto pero te quiero… Jajaja. Sí, ayer
me di cuenta de que tenemos la misma mochila y la he traído para tener una
excusa con la que acercarme a él…
Cuando dirigió la mirada hacia el banco vio que ya no se
encontraba allí. Lo vio alejándose hacia la salida del parque. Nunca más volvió
a verlo. Nunca supo por qué.
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Para Carlos, que opina (equivocadamente) que escribo mejor que nadie. Para Mon, que no deja de insistir para que siga escribiendo, "porque todo lo mío es publicable". Para todos los que me leéis, porque, de verdad, me hacéis sentir mucho orgullo. Un primer relato, para mi, es un gran paso.
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Para Carlos, que opina (equivocadamente) que escribo mejor que nadie. Para Mon, que no deja de insistir para que siga escribiendo, "porque todo lo mío es publicable". Para todos los que me leéis, porque, de verdad, me hacéis sentir mucho orgullo. Un primer relato, para mi, es un gran paso.