jueves, 30 de septiembre de 2010

Cine, primera parte.

Las Aventuras de Enrique y Ana. De todas las maravillosas películas infantiles que se han rodado en la historia del séptimo arte, Las Aventuras de Enrique y Ana es la primera película que recuerdo haber visto en el cine... Es, cuando menos, anecdótico, por no decir patético...

En realidad es un dato confuso. Estoy segura de que aquella no fue la primera vez, pero sí es el primer recuerdo consciente, con título incluído. Fue mi abuelo quién me inculcó el amor al cine. Es extraño asociarlo a ésta, mi gran pasión, considerando lo poco que teníamos en común mi abuelo y yo. El caso es que había un par de cines cerca de su casa, el Rex y los cines de La Rubia, y me llevaba con relativa frecuencia a ver películas de Parchís, Enrique y Ana y otros fenómenos infantiles de la época. Lo que me viene a la memoria de aquellas incursiones cinematográficas con mi abuelo es que pasábamos toda la película moviéndonos a oscuras por toda la sala, buscando un sitio mejor para sentarnos. No sé si finalmente lo encontrábamos, la verdad, pero aquello me daba muchísima vergüenza.

El otro recuerdo cinematográfico que asocio a mi abuelo es aún más singular. Cuando llegó el reproductor de video a casa, de la mano de mi tío, mi yayo aprovechó para alquilar todas y cada una de esas grandes obras maestras protagonizadas por Esteso y Pajares... No me cuesta ningún esfuerzo recordarme sonrojada mientras observaba mis primeros desnudos en la pantalla, considerando que era, cuando menos, sorprendente, compartir aquellos momentos con mis yayos...

En fin, corriendo un tupido velo sobre estos infames aunque curiosos recuerdos, la pasión por el cine nació muy pronto en mí. También recuerdo la primera película que vi sin la supervisión de un adulto: Batman. Lo sé, lo sé, esto no mejora... La vi en el Teatro Lope de Vega a los 13 años en compañía de Alicia, la guarrilla de mi clase. Fue muy emocionante, porque me arrastró a la vida de adolescente independiente en varios sentidos.

Pasemos página de nuevo, esta vez para llegar al primer momento memorable de mi vida de apasionada por el cine: El Club de los Poetas Muertos. Me enamoré del cine aquel día; me enamoré de Robin Williams, Ethan Hawke y Robert Sean Leonard; me enamoré de la historia, de la música, de aquel estricto colegio y del leit motiv de sus personajes: CARPE DIEM. Y aprendí que una película con un final tristísimo puede resultar tremendamente hermosa. De hecho, el otro día escuché una gran frase al actor Carlos Hipólito que expresa muy bien lo que sentí y siento cada vez que veo un gran trágico final en una película: "Qué bien me lo he pasado. Cómo he llorado..."

Ahora pienso que, quizá, me sentí un tanto identificada con algunos de los rasgos de los personajes. Comenzaba a perfilarse la "drama queen" en la que, a ratos, me he ido convirtiendo, y fue el principio de mi afición a aprenderme citas de películas, así como nombres de personajes... John Keating, Todd Anderson, Neil Perry...

Los años de mi adolescencia fueron años de películas taquilleras como las de Indiana Jones, de historias de amor como Dirty Dancing, del renacimiento del cine Disney con Aladdin o El rey león, o pequeñas joyas como Big, pero hasta muchos años después ninguna película me marcó como aquella. He derramado muchísimas lágrimas revisándola, una y otra vez, e incluso, al convertirme en profesora, he deseado muchas veces poder dejar una impronta como la que aquel extraño profesor de literatura dejaba en sus alumnos. Oh capitán, mi capitán...

"Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no descubrir, en el momento de la muerte, que no había vivido..."

Henry David Thoreau

Espero que a vosotros, amigos que me seguís leyendo, os guste el cine tanto como a mí, porque acabo de darme cuenta de que este tema va a ser recurrente.

MAYA.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Sueños inventados.

Si, como si de un cuento infantil se tratara, un genio se me apareciera al frotar una lámpara (tiendo a no bruñir mi plata, así que asumo que esto nunca sucederá. Sobre todo porque no tengo una lámpara de plata...) y me concediera 3 deseos, uno de ellos sería sin lugar a duda algo tan a priori sencillo como DORMIR BIEN.

Conciliar el sueño con facilidad al acostarse es algo que se presupone, como hacer la digestión tras haber comido. Sin embargo, cada noche, cuando llega el momento del descanso, yo entro en un estado de ansiedad inevitable, consciente de que perderé media noche intentando relajarme, dejar la mente en blanco y caer en brazos de Morfeo.

No funcionan los somníferos, ni los relajantes, ni las duchas antes de acostarme, ni las infusiones, ni la acupuntura, ni el estar agotada, ni beber unas copitas de vino... En el mejor de los casos, tardo al menos una hora en caer dormida, y luego duermo a intervalos de 20 o 30 minutos, hasta que finalmente amanece... En el peor de ellos, paso noches enteras en blanco, noches en las que el reloj parece detenerse y cuando finalmente me levanto, me siento tan cansada que si, con suerte, no tengo mucho que hacer, vuelvo a la cama y también pierdo la mañana.

Soy una insomne escritora virtual. Cada noche, desde niña, me narro cuentos a mí misma. Antaño eran historias de hadas, de magia, de cómo una niña no del todo integrada superaba dificultades, o de niños con enfermedades incurables (o, ¿qué creíais? ¿Que la reina del drama nacio ayer?). Al ir creciendo me convertí en la única protagonista de mis fantasías no escritas. Fui protagonista de películas que me ubicaban en una vida mejor, llena de éxitos, más emocionante que la que me tocaba vivir. Me inventé una existencia lejana, y al mismo tiempo cercana, puesto que seguía siendo yo, una versión de mí mejorada, más fuerte, más poderosa, más hábil.

Con el paso de los años, me he dado cuenta de que empiezo a necesitar un tono diferente en las narraciones. La realidad suele superar lo que era la ficción de mis historias, y mis, la mayor parte de las veces, torpes vivencias, suelen resultar incluso un poquito demasiado emocionantes. Ahora necesito contarme que todo es más fácil de lo que voy a encontrar al levantarme en unas horas, que no voy a encontrar raíces en el suelo que me hagan tropezar a cada paso. Mis deseos son sencillos y distan mucho de la magia que inventaba antaño.

Con suerte, a lo largo de la noche, acabo cayendo dormida y pago el exceso de ejercicio mental con los sueños más agitados. Y llega la luz del día y me despierto aletargada y siempre confundida. Durante algunos minutos tengo que discernir qué es lo real, lo que he soñado, y lo que me he contado a mi misma mientras esperaba al sueño... Y, sorprendentemente, mi verdad, mi día a día, suele ser la más extraña, extremista y surrealista de las tres opciones.

Desafortunadamente, mi falta de sueño me condiciona terriblemente. Ojalá pudiera invertir ese tiempo en escribir de verdad en vez de inventarme absurdas historias con los ojos cerrados, pero, estoy tan cansada... Y me pregunto si llegará el día en el que, al despertarme, no sepa distinguir lo que es real. Y por ello deseo, DESEO, que los sencillos cuentos que me invento para dormirme sustituyan en algún momento los malos sueños que vivo hoy en día, para que así no haya ninguna duda.

MAYA